2 de abril de 2018

Ready Player One de Steven Spielberg: Emocionante pero vacía montaña rusa























Editada en el año 2011 y convertida en uno de los puntos fuertes de ese eterno revival de los años 80 que parece no querer desaparecer, la primera novela de Ernst Cline se convirtió en el libro de moda de una generación nacida entre los años 70 y 80 que, desilusionada por el mundo contemporáneo que le ha tocado vivir, abrazó con inocencia y candidez infantil este retorno a los lugares de confort que la cultura de los 80, en todas sus vertientes, edificó y construyó una edad infantil ya lejana. Tanto novela como adaptación cinematográfica, sitúa la acción en un futuro próximo donde los recursos naturales están ya completamente decimados. En consecuencia, a la humanidad no le queda más remedio que subsistir en un entorno de realidad virtual llamado Oasis, un espejismo dentro del “desierto de lo real”, donde lo que en un principio es un medio de subsistencia acaba convirtiéndose en una adicción donde lo virtual tiene mucho más peso que lo real. 






Tiene lógica que su adaptación a la pantalla grande fuera realizada por Steven Spielberg, creador de algunos de los mejores y más importantes sueños e iconos de esa década “maravillosa” de los años 80, volviendo en este trabajo a aquellos mundos y universos de fantasía que había tenido algo abandonados en los últimos tiempos, convertido en un director más interesado en lo real que en lo virtual. La duda era si Spielberg quería únicamente retrotraerse a una época supuestamente más inocente o introducir un discurso crítico dentro de una novela que aunque tenía un posicionamiento levemente crítico acerca de la nostalgia y las nuevas tecnologías, era en su globalidad un canto a una época que el recuerdo ha situado en un lugar más importante del que le corresponde. 






El resultado final es una obra que se disfruta igual que una buena montaña rusa, un frenético viaje sensorial, pero que deja un extraño vacío una vez la proyección y la experiencia ha terminado y el espectador intenta analizar aquello que ha experimentado, más que visionado. El motivo, que aunque Spielberg vuelve a demostrar su habilidad para el cine de entretenimiento, sobre todo en sus dos set pieces más impactantes -la carrera automovilística con ecos del Speed Racer de las hermanas Wachowski y la inmensa y perfectamente narrada batalla final- o su brillante homenaje a su maestro y amigo Stanley Kubrick, el resto del metraje se siente como una oportunidad perdida. Y esto es provocado por los cambios en la novela original, de los que Ernst Cline, junto al guionista Zak Penn es responsable. 






Cierto es que una carrera frenética con invitados estelares de primer orden es más cinematográfico que una aventura gráfica de primera generación que es lo que era el primer tercio de la novela original. Pero el ritmo frenético, los mil y un guiños con sus correspondientes “easter eggs”, los perfectos entornos y criaturas digitales, aportan en contra, un desarrollo excesivamente esquemático de nuestro protagonista y su equipo de héroes digitales a su pesar. A esto sumémosle un discurso que en su exterior es una apología de todos los excesos del cine y la cultura pop de la última década, mientras en su interior bulle una leve crítica auto-consciente acerca de los peligros de esconderse en lo virtual o imaginario, dejando lo real en un segundo plano, dando como resultado una obra que no se define por ninguno de los dos aspectos, convirtiéndola en una visión mejorada del Tron original y su tardía secuela, que intenta ahondar en el concepto de lo “real” y el totalitarismo corporativo de una manera más torpe que la ya mencionada Matrix o el Minority Report del propio Spielberg. 






En resumen, un trabajo disfrutable pero en absoluto excelente, provocado sobre todo por un muy convencional y previsible tercer acto, exacerbado por un Spielberg situado en una zona gris e indefinida, donde no se sabe bien si el autor abraza y aplaude lo digital y lo virtual o intenta a través de sus excesos, entregar una crítica tan opaca y velada sobre el estado actual del cine, la cultura y la sociedad actual, que acaba dando lugar a la confusión y a una posible mala interpretación.

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